Una interesante noticia publicada hoy en El Confidencial nos detalla que la Generalitat de Cataluña estudió controlar móviles de ciudadanos con una «aplicación oculta».
El enlace a la noticia es éste: http://bit.ly/18L7XLh
La tecnología permite muchas cosas y en particular controlar a las personas que la utilizan. Es conocido desde hace bastante tiempo que un teléfono móvil, incluso apagado, sirve de faro para enviar un pepino a un terrorista o que la cámara del ordenador puede usarse remotamente para observar a la persona que lo usa o su entorno, incluso cuando aparece como apagada. Ayer mismo mi compañero Darío nos hizo ver una noticia sobre la posibilidad de leer todos los whatsapps de otro teléfono con una sencilla aplicación para el móvil, sin tener que instalar nada en el teléfono objetivo de la «escucha».
En el caso de la Generalitat de Cataluña, mi primera observación es que tienen muy poca discreción, porque es más que probable que otras instituciones públicas, desde el CNI a otros gobiernos regionales, hayan hecho lo mismo.
El objetivo de estas medidas es detectar y perseguir a los «malos». Si se detiene a alguien y se revisan sus pertenencias durante unos minutos, esa aplicación que la noticia comenta puede instalarse en su teléfono móvil sin dejar rastro y a partir de ahí esa persona se convierte en un confidente de la policía sin saberlo, pudiendo enviar su localización, las conversaciones que se hablan alrededor del teléfono e incluso emitir imágenes, al margen de que los datos del móvil pueden ser monitorizados en todo momento, incluyendo las llamadas y su contenido, los SMS o whatsapps y las aplicaciones que utiliza.
Lo grave de este asunto es la falta de garantías para el ciudadano corriente.
¿Quién decide qué persona es considerada «mala»? ¿En qué elementos de juicio se basa este criterio? ¿Puede un funcionario aplicar esta medida arbitrariamente?
Me temo que todos conocemos las respuestas. Un poder como éste es tremendamente goloso para ser usado con otros objetivos, como el de controlar a la oposición política o empresarial o simplemente social. Y esto es muy peligroso. Si tuviéramos constancia de la integridad moral de las personas que toman decisiones en este sentido, viviríamos más tranquilos; el problema es que tenemos constancia de justamente lo contrario, lo que induce a pensar que estas herramientas están siendo utilizadas para otros fines al margen del control de los «malos».
En cualquier caso, contra la tecnología poco se puede hacer porque el interés puesto en estas técnicas supera a los intentos de contenerlas, pero sí podríamos hacer algo para que aquellos que las controlan lo hicieran sujetos a una regulación muy precisa y que contuviera su utilización exclusivamente para la detección y detención del delincuente y nunca conculcando garantías y derechos fundamentales de la persona de la que no hay fundamento alguno de intención delictiva. Cuando la decisión se esfuma del ámbito judicial y la asume el poder político, tenemos otra corrupción del sistema.
Esta noticia es muy preocupante, como otra relativa al anuncio hoy de que el Gobierno va a aprobar una serie de multas de considerable magnitud por hacer escraches o por insultar a un policía o simplemente por grabarle con el móvil. Soy un ferviente defensor de nuestros agentes del orden y de su dedicación profesional, pero me pone un poco nervioso que en situaciones de alteración emocional un agente de Seguridad pueda acusar a cualquier ciudadano de haberle amenazado, coaccionado, insultado o vejado, siendo su simple declaración prueba suficiente de ello, o que no pueda grabarse a unos policías «dejándose llevar» con las porras contra unos manifestantes, como hemos visto en ocasiones. bajo pena de multa de hasta 600.000 euros.
No va a pasar nada y estas noticias se quedarán en simples anécdotas de un día y poco más, pero estamos siendo conducidos – la forma pasiva está usada con toda intención – a ese famoso Gran Hermano de la novela «1984» de Orwell, en el que todos estamos controlados, motivados y alimentados con noticias contadas a medias o deliberadamente falsas para acabar siendo una sociedad de esclavos que creen ser felices con el fútbol, alguna cañita diaria y una juerga de fin de semana; todos anulados, sin educación y sin cultura, muchos sin trabajo incluso, pero felices porque en España se vive muy bien, como en ningún sitio.
