La Degradación de la Política: Cuando el Poder se Come los Principios

¡Ay, amigos! Si me hubierais dicho hace unos años que iba a escribir sobre esto, os habría mirado con cara de «pero ¿qué dices?».

Pero aquí estoy en esta mañana de domingo, sentado en mi rincón de siempre, con el café enfriándose y el teclado echando humo, porque no me queda otra.

La política, esa que debería ser el arte de gobernar para el bien común, se ha convertido en un circo de tres pistas donde los payasos se tiran tartas a la cara mientras el público –nosotros– pagamos la entrada.

El título que se me ocurrió al principio era «¡Que vivan los malos!», un guiño irónico a cómo parecen prosperar los que menos lo merecen en este mundillo.

Pero vamos a mejorarlo: algo más directo, más punzante. Porque no se trata de celebrar a los villanos, sino de denunciar cómo el ansia de poder ha podrido el sistema desde dentro. Así que, ahí va: «La Degradación de la Política: Cuando el Poder se Come los Principios». Suena a lo que es, una llamada de atención urgente a esta deriva que nos lleva a todos al abismo.

No soy un politólogo de universidad, ni pretendo serlo. Soy solo un tipo que observa, lee y, de vez en cuando, se indigna lo suficiente como para ponerlo por escrito en mi blog.

Y lo que veo en España, en Europa y en el resto del mundo «civilizado» –esa etiqueta que cada vez suena más a broma– es un panorama desolador. Los políticos, en lugar de ser administradores de una sociedad que aspira a más, se han convertido en gladiadores de reality show, peleando por el trono mientras el coliseo se desmorona.

Prima ser el primero en la industria del poder, como si fuera una fábrica de churros: cuanto más produces (de ruido, de escándalos, de promesas vacías), más vendes. Los principios? Esos quedaron en el cajón de los recuerdos, junto con la decencia y el sentido común. ¡Ay, Groucho!

El Circo del Congreso Español: Insultos, Basura y Cortinas de Humo

Empecemos por casa, que es donde duele más. La política española actual es un espectáculo que daría vergüenza ajena a cualquier observador neutral. Imaginaos el Congreso de los Diputados: un lugar que debería ser el templo de la democracia, donde se debaten leyes para un desarrollo sostenido, para fortalecer el estado del bienestar, para que todos –sí, todos– vivamos un poco mejor. ¿Y qué vemos en su lugar? Un patio de barrio en hora punta, con diputados vituperándose a gritos, lanzando descalificaciones que no pasarían el filtro de un chat de adolescentes. «Fascista», «traidor», «corrupto»… Palabras que vuelan como dardos envenenados, pero que no resuelven nada. En vez de avanzar en temas cruciales –como la transición energética, la vivienda asequible o la sanidad pública–, dedican su tiempo (¡pagado con nuestros impuestos!) a escarbar en la basura del contrario. Es el eterno «Y tú más»: si uno mete la pata, el otro saca un dossier con las meteduras de pata del rival, ampliadas y con fotos en color.

Recuerdo una sesión reciente, de esas que salen en las noticias y te hacen apagar la tele: un debate sobre corrupción que derivó en acusaciones mutuas de quién robó más en el pasado. ¿Y el presente? ¿Y las soluciones? Ni mención. Crean cortinas de humo magistrales: de repente, el foco se desvía a un tema irrelevante, como una polémica cultural o un escándalo menor, para tapar la podredumbre general. Es como si todos supieran que hay corrupción en sus filas –porque la hay, de un lado y del otro–, pero en lugar de limpiarla, la usan como arma arrojadiza. El resultado? Un país estancado, con leyes que se aprueban a trompicones o se bloquean por puro tacticismo. El desarrollo sostenido? Olvídalo. El avance en el bienestar? Solo en los discursos electorales. Y mientras, la gente de a pie –tú, yo, el vecino– seguimos pagando la fiesta, preguntándonos cuándo demonios van a ponerse a trabajar de verdad.

No es que sea pesimista por naturaleza, pero esto no es nuevo. Ha degenerado progresivamente: de debates ideológicos a peleas personales, de propuestas constructivas a huidas del tema principal. Es como si el Congreso se hubiera convertido en un ring de lucha libre, donde el ganador no es quien tiene la mejor idea, sino quien grita más fuerte o saca el trapo más sucio.

La Ola Ultraconservadora en Europa: Motivos y Consecuencias

Pero no pensemos que esto es solo cosa nuestra. Miremos a Europa, esa Unión que se supone faro de progreso y derechos. Ahí, los partidos ultraconservadores están dominando el mapa como si fueran una plaga de langostas en un campo de trigo. Países como Italia con Meloni, Hungría con Orbán, Francia con Le Pen acechando, y hasta en Alemania o Países Bajos, donde la extrema derecha gana terreno. ¿Los motivos? Vamos a resumirlos sin rodeos, porque son claros y dolorosos.

Primero, la crisis económica y la desigualdad: la globalización ha dejado a mucha gente atrás, con trabajos precarios y un futuro incierto. Los ultras capitalizan ese enfado prometiendo «proteger lo nuestro» –nacionalismo económico, cierre de fronteras–.

Segundo, la inmigración: el flujo de refugiados y migrantes ha generado miedos reales e imaginarios, y estos partidos lo explotan con retórica xenófoba, culpando al «otro» de todos los males.

Tercero, el hastío con la política tradicional: la corrupción, la burocracia de Bruselas y la percepción de que los partidos centristas no resuelven nada han abierto la puerta a «soluciones fuertes».

Cuarto, las redes sociales y la desinformación: algoritmos que amplifican el odio, fake news que polarizan, y líderes que se venden como anti-sistema cuando en realidad son el sistema con otro disfraz.

En resumen, es una mezcla tóxica de frustración social, miedos identitarios y un vacío de liderazgo que los ultras llenan con promesas simples y divisivas. El resultado? Una Europa que retrocede en derechos, con ataques a la diversidad, al medio ambiente y a la integración. Si sigue así, la UE podría fragmentarse más, con políticas cada vez más autoritarias disfrazadas de «defensa nacional».

Una Comparación con Tiempos Mejores: Los Pactos de la Moncloa y la Constitución

Para que duela más, comparemos esto con el pasado. Recordemos los Pactos de la Moncloa en 1977, ese momento mágico de la Transición española. Políticos de todos los colores –izquierda, derecha, nacionalistas– se sentaron a negociar, no a pelear. Enfrentados a una crisis económica brutal, inflación galopante y el fantasma de la dictadura reciente, optaron por el consenso. Bajaron salarios, controlaron precios, reformaron el sistema fiscal… Todo por el bien común. Y de ahí salió la Constitución del 78, un texto que, con sus defectos, unió a un país dividido y sentó las bases de una democracia moderna.

¿Dónde está ese espíritu ahora? En aquellos años, primaban los principios: estabilidad, diálogo, sacrificio compartido. Hoy, el poder es el fin en sí mismo. En lugar de pactos, tenemos bloqueos; en vez de constitución viva, un texto que se usa como arma en guerras culturales. La comparación es demoledora: hemos pasado de constructores de puentes a demoledores de todo lo que no nos conviene.

De izquierda a derecha, Enrique Tierno Galván (PSP), Santiago Carrillo (PCE), José María Triginer (FSC), Joan Reventós (PSC), Felipe González (PSOE), Juan Ajuriaguerra (PNV), Adolfo Suárez (UCD), Manuel Fraga (AP), Leopoldo Calvo-Sotelo (UCD) y Miquel Roca (minoría catalana).EUROPA PRESS

Conclusión y una Previsión del Futuro Próximo

En fin, queridos lectores, esta es la decadencia que nos envuelve: una política donde el poder eclipsa los principios, y los «malos» –esos que priorizan su ego sobre la sociedad– parecen ganar la partida. Es una llamada de atención: si no exigimos más, si no votamos con la cabeza en lugar del hígado, seguiremos en este bucle de mediocridad.

¿Y el futuro? En España, veo más polarización a corto plazo: elecciones que se ganan con ruido en lugar de propuestas, y un Congreso que sigue siendo un patio de recreo para adultos inmaduros. Si no hay un shock –quizá una crisis económica mayor–, seguiremos en el «Y tú más» eterno, con el bienestar estancado. En la UE, la ola ultraconservadora podría consolidarse, llevando a políticas más restrictivas en inmigración y derechos, y tensiones internas que debiliten la unión. En el mundo, con ejemplos como EE.UU. o Latinoamérica, preveo un auge del populismo: líderes autoritarios que prometen soluciones mágicas en un planeta cada vez más inestable por el clima, las guerras y la desigualdad.

Pero no todo es negro. Si algo nos enseña la historia, es que los ciclos cambian. Quizás surja una nueva generación de líderes con principios, o quizás seamos nosotros, la sociedad, quienes forcemos el cambio. Al fin y al cabo, como siempre digo en mi blog, el poder real está en nuestras manos. ¡Despertemos, caramba, que ya es hora!

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